Es frecuente
escuchar a los padres quejarse de lo mal
que se llevan entre sí los hermanos. Y, si son varones y no se llevan mucho
tiempo, la mala relación pasa directamente a convertirse en una gresca física
que se repite casi a diario. Los datos que hemos recogido en nuestra consultoría reflejan que la disfunción más frecuente hasta los 12
años, tanto en niños como en niñas, son los celos entre hermanos y, de forma
mayoritaria, de un mayor hacia un menor.
Naturalmente, a los padres les duele que se lleven mal o que se peguen
y lo normal es que reaccionen castigándolos. Pronto comprueban que así no
arreglan nada y terminan confiando en que se llevarán mejor cuando se hagan
mayores… Desengañémonos: casi nunca funciona.
Porque lo cierto es
que el amor entre hermanos es una relación que tiende a menguar –por pura estadística- y únicamente en casos
especiales crece con el tiempo. En Andalucía, donde vivo, hay un dicho cruel
pero verdadero –sólo al 50%, como todo el saber popular– que pregunta con
malicia «pero, ¿han partido ya?” cuando alguien habla de lo bien que se llevan
los hermanos de una familia. Efectivamente, el reparto de herencias entre los
adultos es un espejo a escala de lo que fue la relación entre aquellos niños.
No sólo no hay que
poner en manos del tiempo la solución a la mala relación entre nuestros hijos; hay
que actuar hoy y ahora. Y la fórmula
para hacerlo es, en su expresión más resumida, hacer que cada uno de tus hijos
se sienta importante en la casa.
Pero si bien de esta
manera evitamos los celos, no estamos promoviendo el cariño entre los hermanos.
Los padres no podemos dejar escapar una ocasión tan magnífica para enseñar a
nuestros hijos la lección educativa más
importante y necesaria de toda su vida: no la aprenderán de ningún libro ni en
ningún máster. Y no podrán ser felices sin ella. Nos referimos a enseñarles a querer.
A querer se enseña,
y se aprende. ¿Dónde? En el mismo lugar que se aprende todo lo básico para la supervivencia
humana: en la familia. Y, como todo lo importante, se aprende «haciendo». Se
aprende a sonreír sonriendo. A trabajar trabajando. A querer a un hermano queriéndole.
Dejarle un juguete, leerle un cuento o acompañarle cuando está enfermo en la
cama son muestras sencillas pero rotundas de cómo puede querer un niño a su
hermano.
Nuestros hijos necesitan un modelo, para lo
bueno o para lo malo: o lo somos nosotros, o lo buscarán (y a fe que lo
encontrarán) fuera. Por eso, antes de nada
nuestro hijo se tiene que sentir querido, y a partir de ahí, debe querer él.
Y por orden. Primero debe aprender a querer a sus padres e inmediatamente
después a sus hermanos. No existe
ninguna causa por la que nuestros hijos no puedan quererse entre ellos.
El cariño de nuestros
hijos por nosotros y sus hermanos es un termómetro estupendo de nuestra
eficacia educativa y de sus posibilidades reales de ser feliz.
(Publicado en Hacer Familia, febrero 2013)
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